Adolf Loos: contra el proyecto (Alejandro Crispiani Enríquez)

Pocas figuras de la arquitectura contemporánea han permanecido tan irreductibles como Adolf Loos a cualquier intento de asimilación a las líneas principales de ésta. Cuando se considera la totalidad de su producción teórica, que no consta propiamente de ningún libro sino de algunos ensayos, en su mayoría célebres pero esporádicos, y de una infinidad de artículos y conferencias aparecidos en los más diversos medios periodísticos, aparece con nitidez hasta qué punto las formulaciones de Loos fueron ajenas y en gran medida contrapuestas, por ejemplo, a los postulados formativos de la arquitectura moderna haciendo incomprensible su papel de precursor. En tal sentido, lo que resalta como más evidente es su frontal rechazo, expresado en comentarios como aguijones, de las intenciones y del mundo de valores de las vanguardias históricas y de algunos de sus principales representantes. Pero aún aquella crítica que, como la Tendenza italiana con Aldo Rossi a la cabeza, ha considerado esta ajenidad de Loos al ideario de la arquitectura moderna y ha hecho de ella, casi podría pensarse, su gran atractivo, no ha podido evitar una cierta incomodidad frente al pensamiento del arquitecto vienés. Incomodidad en gran medida cultivada por él, pero no por ello menos efectiva.

Parte de esta incomodidad, entiendo, se debe al constante desmontaje y anulación de una categoría central para la arquitectura moderna: la idea de proyecto, en todas las acepciones que ésta palabra tiene dentro del campo de la arquitectura. Efectivamente, a lo largo de toda su producción escrita y cualquiera sea su interlocutor, Loos realiza una operación que va a llevar hasta sus últimas consecuencias su intención de concebir a la arquitectura y al diseño moderno extirpando de ellos casi por completo toda noción de proyecto. Esta crítica radical a la idea de proyecto no reconoce en su obra una formulación precisa, no se encuentra desarrollada en su especificidad, sino que su eficacia reside justamente en su punzante dispersión, apareciendo y reapareciendo en sus escritos una y otra vez, desplegándose en múltiples facetas.

Cultura versus proyecto

La crítica de Loos a la idea de proyecto se inscribe, en principio, dentro de uno de los temas principales de su pensamiento: la arquitectura pertenece a la cultura, es una de sus manifestaciones. Esta afirmación aparentemente inofensiva conlleva distintas consecuencias, pero en principio es necesario preguntarse ¿qué es cultura para Loos?

Entre las diversas definiciones que formula, quizás la más ajustada a su pensamiento sea aquella según la cual cultura sería “aquel equilibrio de la persona interior y exterior, lo único que posibilita un actuar y un pensar razonable”. Se entiende a la misma, por lo tanto, como la suma de las prácticas, saberes y artefactos creados por el hombre para relacionarse con la realidad de su tiempo y con la naturaleza. Cuando esta relación es armónica, cuando nada la distorsiona y el vínculo entre la realidad interior y la exterior del hombre se realiza con natural fluidez, estaríamos, para Loos, en presencia de una cultura. No todas las épocas, en su opinión, pudieron alcanzar una cultura. Particularmente el siglo XIX, de todas las etapas humanas, no habría logrado conformar este vínculo. El equilibrio entre interior y exterior se habría roto ya que el hombre del siglo XIX permanecería ajeno a su propia producción, desligado de los productos de su época por un sistema de representaciones y de pseudosaberes que se arrastraría de otros momentos históricos y que le impedirían acceder a las fuerzas de la realidad que constituyen su propio tiempo. Fuerzas de la realidad que, por otra parte, no pueden dejar de actuar en una precisa dirección y que determinan en definitiva “lo concreto” que rodea al hombre: los utensilios, los artefactos, las cosas.

Se desprende del pensamiento de Loos que la cultura estribaría fundamentalmente en la capacidad de los integrantes de una sociedad para conectarse natural y razonablemente con lo concreto de su tiempo, y se manifestaría principalmente en la comprensión de los propios objetos, construcciones y artefactos creados por el hombre para sí con el fin de actuar sobre la realidad, y en definitiva, para comunicarse con el mundo.

Comprender los objetos, saber usar las cosas: ésa sería la máxima expresión de una cultura. Ésa fue una de las grandes tareas que el propio Loos se impuso: enseñar a los vieneses de fin de siglo (“y al mundo”) las pequeñas pero infinitas operaciones que les permitirían tener una cultura. Cómo sentarse en un fateuil inglés, cómo salar la comida, qué zapatos elegir, qué muebles comprar para la casa, cómo combinar las prendas de vestir, son las cuestiones que más seriamente se abordan en sus escritos, sin la ironía que suele tener reservada para los grandes temas. Muchos de sus artículos no son otra cosa que fragmentos de un manual de instrucciones y una guía de comportamientos para el hombre moderno.

Ahora bien, para Loos, las fuerzas que empujan a la cultura, si bien comprensibles en su lógica de desarrollo y sin duda “razonables”, no pueden ser encauzadas por ningún acto de voluntad. La “corriente perfectamente regular” de la cultura de la que habla Loos 3 es demasiado fuerte como para poder ser modificada decisivamente desde su interior. Se puede prever el desarrollo de la cultura pero ninguna acción voluntariosa podría modificar su rumbo. Justamente, la cultura se desenvuelve “sin mirar hacia delante ni hacia atrás”, es en lo sustancial un vínculo con lo presente, con lo concreto, y también con lo contingente. Es por eso que Loos rechaza cualquier noción de “proyecto”, entendido éste en términos de acción general, en el campo de la cultura . Aunque nunca se hace explícito, l a posibilidad de previsión y de supuesta acción sobre el futuro que supone todo proyecto, sólo implicaría una demora y una traba en su desarrollo.

En este punto es necesario introducir otra premisa del pensamiento de Loos: la cultura no abarca al arte sino que se halla irreconciliablemente separada de él. Aunque resulta bien conocida, es necesario, aunque sólo sea someramente, hacer referencia a esta distinción que establece. El arte, para Loos, sería una fuerza contraria a la cultura, que trataría de instalar en ella determinados valores inexistentes todavía en su seno. Sería una fuerza perturbadora que intentaría sacudir los fundamentos profundamente conservadores de la cultura, introduciendo valores que la misma sólo conseguiría asimilar en el futuro. Esta operación de premonición de valores futuros que sería el arte sólo podría se rproducto de un genio, de una individualidad absoluta y aislada de su cultura, y dotada del don de la creación. Siguiendo en gran medida los postulados de la teoría romántica, el genio, para Loos, crea estos nuevos valores sin proponérselo, inocentemente. Como diría Ruskin en relación a Turner, el genio “sólo consigue su meta cuando no se propone ninguna”. Vale decir, esta irrupción en el campo de la cultura que el genio provoca no es producto de su voluntad, sino que se le da “naturalmente”. El genio no se propone, para Loos, romper con las fuerzas de la cultura, simplemente no puede evitarlo. Crea sin elección e inexorablemente. Y esta creación se dirige al futuro, oponiéndose a las fuerzas vitales de la cultura, que constituyen el presente.

En tal sentido, la arquitectura o, mejor dicho, l a actividad del hombre relacionada con la realización de edificios y espacios habitables, pertenece, por su propia naturaleza, a la cultura, no al arte. Como él mismo ha señalado en su famoso ensayo “Arquitectura”, sólo una pequeña porción del quehacer humano escapa al ámbito de la cultura, aquella que tiene que ver justamente con lo que escapa a la contingencia y a lo concreto de la vida cotidiana: las construcciones que celebran valores que exceden al presente, básicamente la arquitectura funeraria y los monumentos , los hechos físicos en los que encarnan los valores cívicos y religiosos de una sociedad y su idea de la muerte. Como es bien sabido, éstos entrarían para Loos en la esfera del arte, constituyendo el único segmento de la actividad constructiva del hombre del que se podría hablar con propiedad de Arquitectura. El resto es cultura, no arquitectura.

El proyecto moderno o la apariencia de lo nuevo

Como parte de la cultura, entonces, todo lo relacionado con la edificación y la producción de objetos de uso no puede ser sometido a un proyecto, por más que éste se presente en nombre de lo moderno. De ahí su rechazo a todos los movimientos modernistas en el ámbito de la arquitectura: en un primer momento a la Secesión y los Talleres Estatales Vieneses, posteriormente, a todas las vanguardias de los años veinte: el purismo francés, la Escuela Bauhaus, la Nueva Objetividad, el Constructivismo ruso. Todas estas corrientes tuvieron entre sus objetivos implantar una nueva forma de hacer y de construir, basada en principios estéticos o técnicos que suponían una fractura con el presente y una proyección hacia el futuro.

Pero para Loos no es posible inventar lo nuevo. Lo nuevo sólo puede irse produciendo dentro de una determinad atradición, dentro de un determinado rumbo marcado de manera natural por la cultura. Nadie debe proponerse crear algo nuevo en lo que a los objetos del hombre se refiere. La novedad surgirá espontáneamente donde las necesidades la llamen a actuar y donde las condiciones de la cultura sean las propicias para aceptar y desarrollar esa novedad dentro de una cadena constante. Un pequeño, infinitesimal cambio en esta cadena, puede tener consecuencias más profundas que cualquier intento, por impresionante que sea, de actuar desde fuera de ella. Como lo señala el mismo Loos: “Es bien sabido que todas las frenéticas elucubraciones sobre la manera de vivir, en cualquier país, no han logrado mover al perro del calor de la estufa, que todo el tráfico de Asociaciones, Escuelas, Profesorados, periódicos y exhibiciones no han logrado dar a luz nada nuevo” . Lo moderno consiste justamente en saber detectar con precisión dónde y cómo se produce lo nuevo, en esperar que se desarrolle “naturalmente” y según su propia lógica. Por ejemplo, lo verdaderamente nuevo del siglo XIX en relación con el espacio doméstico son los nuevos avances técnicos, la luz eléctrica, los sistemas de cañerías, la calefacción, etc. Ahora bien, sería inútil forzar su imposición inventando una estética a su medida. Su necesidad sería tan potente que no necesitaría de ninguna teorización ni de ningún estímulo artificial, ajeno a su más estricta razón de ser y a sus modos de desenvolvimiento. Lo nuevo no puede ser inventado, su asimilación puede hacerse más fácil o más difícil, más lenta o más rápida, pero en realidad el margen es estrecho, su evolución es irreversible e incontenible.

En consecuencia, lo que la cultura ha dejado atrás no podría revivirse, como tampoco sería posible matar prematuramente lo que sabemos que va a morir de todas formas en términos de fenómenos culturales. Tal es el caso, por ejemplo, del ornamento. En su famoso ensayo “Ornamento y delito”, escrito en 1908 y publicado en 1913, Loos denuncia al ornamento como una práctica cultural permitida, que ya no estaría “orgánicamente vinculado” a la cultura propia del siglo XIX y que sería, por lo tanto, una pérdida y un despilfarro de trabajo humano, condenando a quienes lo exigieran en cualquier ámbito de la producción material como inmorales. Cuando en los años veinte las vanguardias arquitectónicas asumen esta posición y postulan la supresión radical, programática y voluntaria de todo ornamento, Loos reacciona negativamente contra ellas y en especial contra este intento. Contradiciéndose en algún grado, pero sólo en algún grado, con su posición anterior, sus argumentos contra los puristas modernos son que no es posible eliminar al ornamento por la sola decisión de un grupo de personas, arquitectos o no. Su desaparición tiene que ser tan espontánea como su aparición; agotadas las fuerzas culturales que le dieron origen, y sólo en ese momento, desaparecerá. Es posible exponer su improductividad presente, pero forzar su desaparición es igualmente improductivo. A lo que se opone Loos es que al ornamento, entendido como una intrusión del arte dentro del campo de la cultura que resultaría insoportable para el hombre moderno, se lo combata en nombre de otra operación estética, basada en este caso en la supresión del ornamento, como es la propugnada por la Bauhaus o los puristas franceses. La abstracción moderna no sería, por lo tanto, para Loos, distinta del ornamento histórico. Ambas implican una intromisión de carácter artístico en la vida, ambas atentan contra la cultura. La diferencia es que la segunda, justamente, se hace en nombre de lo moderno y se funda en una idea de proyecto, vale decir, de radical transformación del presente con los ojos puestos en el futuro.

Como ya se ha visto, esto supondría, en la lógica de pensamiento de Loos, una contradicción: no se puede ser moderno desentendiéndose del presente y de la cadena de acontecimientos que llevaron hacia él. Para Loos, la idea misma de un “proyecto moderno” resulta inviable; no es posible postular un proyecto, sea cual fuere su envergadura, y ser moderno a la vez. Lo moderno no puede ser impuesto. Existe una tradición, vale decir, una cadena de graduales pero decisivos progresos y existe una situación moderna. De la adecuada y natural simbiosis entre ellas surgirá la arquitectura como parte de una cultura. No hay posibilidad de proyecto.

En tal sentido, resulta claro que, en el pensamiento de Loos, esta tentativa de un “Proyecto Moderno”, no sería más que una de las tantas formas de falsa modernidad”que habrían emergido frente a la nueva realidad de la cultura de finales del siglo XIX. Al igual que en su momento la Secesión Vienesa, el Deustche Werkbund, los Talleres del Estado Vieneses o las teorías de Henri Van de Velde, tampoco las vanguardias arquitectónicas lograrían mover al perro del calor de la estufa. Tampoco ellas conseguirían, pese a su impaciencia, instalar nada verdaderamente nuevo, sino sólo la apariencia de lo nuevo.

El proyecto de las vanguardias históricas también arrastraría otro fatal atentado contra lo moderno, en el que ya habrían incurrido los modernismos finiseculares: su aspiración a la totalidad, su programática conquista de todas las áreas vinculadas al entorno físico y a los objetos del hombre contemporáneo. El afán de dominio, justamente, de todo el espacio habitable que se desprendería de los postulados del “proyecto moderno”, guiado ya no por el arte, como en los modernismos del siglo XIX, sino por un paradigma técnico-productivista, representa también un acto de incultura. Como agudamente ha señalado Massimo Cacciari, el proyecto moderno “concibe al espacio como un vacío que hay que llenar, una pura ausencia, una carencia. El espacio es mera potencialidad a disposición del proyecto técnico científico. Precisamente esta concepción del espacio es propia del Arkitect: el espacio es un puro vacío que hay que medir-delimitar, en el que hay que producir las propias formas nuevas”. El espacio producto del “proyecto” está, entonces, desprovisto de cualidades y a disposición del arquitecto-técnico. Está también cerrado a las fuerzas de la vida y busca, en última instancia, estar completo.

Contrariamente, para Loos, el espacio habitable es por excelencia un lugar en el que conviven objetos de la más variada y vital procedencia. Es una recolección de cosas y de objetos cambiantes y a menudo heterogéneos, a cuya variedad el marco arquitectónico debe responder y amoldarse. Como ha dicho Cacciari, es un espacio definido por la “copresencia de las cosas y de la arquitectura”. Es un espacio pleno pero a la vez incompleto, abierto a los decisivos aunque quizás pequeños cambios de lo verdaderamente moderno. Como él mismo lo expresa debe ser un “pedazo de la vida sensible de su habitante”. El espacio loosiano, entonces, es un espacio que no cristaliza en un orden definitivo, pero que responde a una unidad, la unidad de lo viviente. Unidad que no puede manifestarse en términos artísticos ni técnicos.

En este punto se pone de manifiesto, de manera muy clara, un paradigma recurrente en el discurso de Loos, el de lo natural. Siguiendo, de hecho, a gran parte de la teoría de arquitectura del siglo X I X , especialmente a la vinculada con el romanticismo, Loos postula que el hombre sólo produce o construye correctamente, cuando lo hace como la Naturaleza crea sus formas y sus seres. Los objetos y las construcciones del hombre deben surgir de las fuerzas culturales que se manifiestan en cada oficio y que cuajan en una tradición, de la misma manera que las formas naturales responden a las fuerzas de la naturaleza. La armonía del entorno humano debe ser una armonía análoga a la de las formas naturales, sin un orden previo, desplegándose cada una de acuerdo a una determinada necesidad interna y externa, respondiendo cada una a sus propios tiempos y durando lo que dura su materia. El orden del entorno del hombre debe ser un reflejo del orden natural. En el ensayo “Arquitectura” expone claramente esta idea: un entorno natural cualquiera, un lago rodeado de montañas, no se ve alterado por la presencia de la obra del hombre. Ni una construcción como las casas de los campesinos, ni un hecho técnico como un puente, ni un artefacto como un barco, producen en él ninguna perturbación. Son productos “naturales” de una cultura y entran en sintonía con la obra de la Naturaleza. Sólo la casa proyectada por el arquitecto, según Loos, rompe esta armonía y escapa a la cultura y a la naturaleza.

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Alberto Mengual

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