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Orden con desorden. La oportunidad de la ciudad babélica (Rafael García Sánchez)

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Una ciudad que pertenezca a un solo hombre no es una ciudad
Antígona, Sófocles.

El crecimiento babélico de las nuevas áreas urbanas, sin dirección ni forma, convierte a la ciudad en el lugar más complejo y heterogéneo, donde todo, hasta el propio espacio físico se vuelve incierto. Intentar acceder a la comprensión de la ciudad desde valencias unidireccionales está condenado al fracaso, por eso hablamos en términos de complejidad y heterogeneidad. Cada ciudad, afirma Italo Calvino, recibe su forma del desierto al que se opone. En nuestra época ese desierto es el nihilismo, a saber: la carencia de centro, la descorporalización de las relaciones sociales, la liquidación de cualquier fundamentación ontológica y, al cabo, la pérdida del espacio como elemento simbólico. En frase de Marc Augé, “lo simbólico de la actualidad es el no lugar, lo único estable es el cambio”. La ciudad es el cambio mismo, cuya velocidad de transformación es mayor que la que tenemos para percibirlo.

El concepto de centro ha desaparecido, y no pocos autores insisten en la tesis de que sólo cabe el control como única vía de organización; una organización que sustituya la moderna concepción de orden, por la post-ilustrada concepción del desorden, a saber: una suerte de anarquía regulada que supere el anquilosamiento y la perplejidad. El intento de aniquilación del desorden deviene terror, por ello hay que llevar cuidado a la hora de ordenar, debiendo tolerarse la excepción, lo distinto y diferente. Si la ciudad ya no crece de manera racional y la planificación racionalista se ha vuelto instrumento arcaico, lo único que nos resta es el control: una orquestación no de índole jerárquica y policial sino postaxial, capaz de domesticar el desorden. Se trata en suma, de la gestión de las metástasis urbanas cuyas formas son: los flujos, las dispersiones, los desbordamientos, los coágulos, las densidades nodales, los amotinamientos, etc.

La ciudad post-urbana y post-ilustrada carece de centro y por tanto de equidistancia, transformándose el espacio en no lugar, en anónimo. Si el lugar no importa, tampoco importa el camino que llega a él. Si todos los lugares son iguales, los recorridos y las vías de acceso son indiferentes: los recorridos y caminos conducen a no lugares o, mejor dicho, los atraviesan. La centralidad, el orden, la taxonomía moderna, se han transformado en post-axialidad, convirtiendo al ciudadano metropolitano en el vagabundo errante nietzscheano. “Los ciudadanos, ya no están identificados, ni localizados, ni socializados, (…) más que a la entrada o a la salida”, anota Marc Augé.

Los grumos y cúmulos nodales concentran la información, transformando el lugar en ciberespacio y cancelando el concepto de movilidad. Esta situación, en la que estar en un nodo es estar en todos liquida la noción de desplazamiento. No hay un aquí ni un allí, sino un antes y un después. La ciudad actual, la nueva Babilonia, se sustenta sobre una tecnología, que sigue manteniendo como lecho al capitalismo, en un nuevo proceso de colonización mundial que llamamos globalización. Su instrumento primordial es la red, que recreando un espacio virtual coloniza el mundo. Así, internet y la extensión de infinitas redes y flujos de información, convierte el “tiempo” en un elemento común para todo el globo: un instrumento franco, como otrora fue el latín. Ahora lo común es la ubicuidad y la instantaneidad, de modo que los conceptos modernos de recorrido y distancia desaparecen como entidades espaciales. No sólo la información que fluye es accesible a todos, sino también “a la vez”. Este nuevo modo de entender el tiempo, como elemento franco y global, sincroniza al mundo. Por ello, el centro de las metrópolis actuales es el tiempo, y no el espacio. Un tiempo sin espacio real; una sucesión de simultaneidades, un montón de “a la vez” que se suceden unos a otros. Ahora somos más equidistantes, más democráticos, más iguales; el centro es más común y accesible que nunca.

La suerte de la ciudad tradicional y moderna queda vista para sentencia. La definición de ciudad de Lewis Munford, como “la forma de una relación social integrada con centro y límites” (vg. Las capitales europeas), cuyas capas revelan la síntesis de sus diferentes épocas históricas, se vuelve obsoleta. Su obsolescencia se debe a que las grandes ciudades de la modernidad acogían una estructura social bien de-limitada. Sin embargo, esa estructura, parece haberse deconstruido, estallando en multitud de grumos babélicos sociales y laborales relacionables a través de la red. La red permite conectar una ciudad que se ha desintegrado y fragmentado y que al cabo carece de figura propia y de simbolismo espacial (vg. Los Ángeles de Blade Runner). El ciudadano contemporáneo, sí que vive en una ciudad a la que le quedan aún los parques, los centros históricos, los museos, las iglesias, pero el espacio que habita empieza a no ser definible en términos de límite, centro y periferia.

El sujeto contemporáneo vive en una pluralidad de escenarios sociales que comparten ese espacio físico común que llamamos tiempo, pero no un tiempo moderno sino g-local. Escenarios que no necesariamente están relacionados entre sí. Dentro de ellos, cada sujeto interpreta y representa un personaje diferente. Nos hemos convertido en un nuevo Aleph borgiano, en suma, en esa especie de objeto mágico que representaba todas las cosas del mundo. En esta situación, no cabe hablar de identidad, porque el hombre de hoy salta en tiempo real de una representación a otra sin saber cuál de los personajes encaja mejor con el actor. Y nos preguntamos: ¿Es posible unificar estos papeles de representación como si de un tipo de identidad romántica se tratara? ¿Puede comprenderse el sujeto de la post-axialidad según valencias culturales de tiempos pasados, o le resta renunciar a ellas? ¿Es posible saber quiénes somos, o nos queda como alternativa la aventura de construir, o mejor, de inventar, una identidad que pueda hacerse cargo de la heterogeneidad, la multiculturalidad y la falta de orden que define la tópica de nuestra cultura?

Concluimos. La babelización, el multiculturalismo, la red y el cambio forman el contexto de la ciudad actual y al cabo, su oportunidad. Contexto que debe gestionarse si queremos que la ciudad no muera, convirtiéndose en un santuario, en una especie de museo funerario. La babelización de las ciudades no es una limitación sino una oportunidad. Qué fue el triunfo de Atenas sobre Esparta sino el triunfo de las culturas sobre el ensimismamiento. La ciudad actual es la ciudad de la diversidad, la ciudad que ha reemplazado la triada ilustrada bisecular de “libertad, igualdad y fraternidad” por la postaxial de “libertad, diversidad y tolerancia”. Nos planteamos cómo construir la ciudad, si el centro (el tiempo) está fuera de ella y además es virtual y global. En suma, nos planteamos cómo hacer la ciudad “g-local”, aquella que es capaz de convivir con el otro aunque no lo comprenda.

Me temo que la imaginación y la creatividad, miren por dónde, van a acabar siendo el instrumento más eficaz para invocar una “flexibilización que acoja la diferencia sin perder la identidad”. Ahora tiene más sentido el verso de la Antígona de Sófocles. “Una ciudad que pertenezca a un solo hombre no es una ciudad”. Por ahí pasa, a mi juicio, el futuro de la ciudad, en suma su vida. Y si las referencias no son estables, entonces nos resta el estilo, la estética, el saber estar. Lo otro, el aislamiento, suena a muerte.

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Alberto Mengual

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