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El declive de la arquitectura moderna: deterioro, obsolescencia, ruina (Juan Calduch)

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La verdadera modernidad consiste en volver a inventar el pasado…

BALTHUS

«No tiene mucho interés. Hoy podríamos construir mucho mejor esa estructura». ¿Qué pensaríamos de este comentario, hecho por un técnico actual, si se refiriera al acueducto romano de Segovia o incluso a una modesta iglesia románica? ¿Cuál sería nuestra opinión sobre él si, además, concluyese que «lo que habría que hacer, en consecuencia, es derribar esa obra y reconstruirla corrigiendo de paso los problemas y patologías que tiene»?

FIGURA 1:Concha de la Música, del arquitecto Miguel López (Alacant, 1954).

Si lo pensamos desapasionadamente, es posible que el técnico en cuestión tenga en parte razón, en el sentido de que hoy disponemos de una técnica más evolucionada y conocimientos más sofisticados sobre el comportamiento de las estructuras, por lo que podríamos levantar una fábrica similar con mayores garantías. Aunque nadie nos asegura que las obras que hoy se levantan durarán lo que ese venerable acueducto o esa modesta ermita. Pero no es esta posibilidad lo que invalida ese juicio y lo que nos repugna de esa opinión, sino la actitud y la valoración que lleva implícita.

Sin embargo, este criterio y esta conclusión se han aplicado a un edificio moderno, la Concha de la Música de la Explanada de Alacant, obra de Miguel López de 1954 (figura 1), sin que casi nadie se escandalizara por ésto. Más aún, la idea fue asumida por los responsables políticos que pretendieron derribarla y reconstruirla asesorados por técnicos que defendían esa opinión. En este caso se pudo salvar gracias al empeño de un grupo de arquitectos que removieron cielo y tierra para evitar el desaguisado,[1] pero lo más frecuente es que no sea así.[2] Tal vez va siendo hora de realizar el inventario del patrimonio arquitectónico moderno español que ya ha desaparecido.

No pretendo establecer ningún tipo de comparación entre el acueducto de Segovia, una ermita románica y la Concha de la Música de Miguel López en Alacant, sino plantear una reflexión de por qué se pueden producir estas reacciones tan distintas y a qué consecuencias nos llevan. Cuando recordamos la indiferencia, incluso la alegría, con la que en muchos casos se derribaron en el siglo XIX las murallas medievales de nuestras ciudades, pensamos con cierta nostalgia lo bárbaros que fueron nuestros antecesores al hacerlo. Y sin embargo, no nos damos cuenta de la gravedad de la desaparición del patrimonio moderno que se está demoliendo ante nuestra pasividad y apatía. Una desaparición mucho más generalizada y efectiva de lo que pensamos, porque hoy disponemos de medios más eficaces de destrucción que en cualquier época histórica anterior.

Las obras levantadas a lo largo del siglo XX pierden rápidamente el impacto de su novedad, sin que hayan adquirido todavía el valor de lo vetusto o de lo histórico. Esto hace que la arquitectura moderna se encuentre en una delicada situación respecto a su conservación y pervivencia, porque han dejado de valorarse. No es ya actual pero aún no es antigua, lo cual implica que no es posible aplicarles los mismos criterios valorativos que normalmente se utilizan para las construcciones levantadas hace siglos. No existe una clara conciencia social del significado de esas obras ni una sensibilidad preparada para apreciar sus aportaciones formales y plásticas ni un juicio claro sobre sus cualidades culturales. El sentido del tiempo hace que estén dejando de ser algo que corresponde al presente, pero aún no pertenecen al pasado. Y es en este tránsito donde el peligro de su desaparición es más grave.

Si consideramos que la mayor parte de todo lo construido en la actualidad pertenece, precisamente, a lo levantado desde finales del siglo XIX hasta ahora, y que aún no existe una perspectiva histórica capaz de interpretar lo que esta arquitectura representa, el problema adquiere dimensiones catastróficas. Cuando muchas de estas obras empiezan a recogerse y mencionarse en los libros de historia de la arquitectura moderna, con frecuencia han sufrido ya mutilaciones irreversibles, transformaciones o ampliaciones poco respetuosas, cambios radicales o readaptaciones irresponsables.[3] Se trata de alteraciones que no se pueden considerar, en absoluto, como fruto de la mera conservación o mantenimiento, sino que implican siempre metamorfosis de los edificios originales. Si, por ejemplo, nos acercamos a Pessac para ver las viviendas levantadas por Le Corbusier (1926), nos resultará difícil encontrarlas por el enmascaramiento y transformación radical de su imagen exterior.

Pero desgraciadamente, es también frecuente que estos edificios hayan, simplemente, desaparecido. Es inútil que vayamos a Chicago a buscar los almacenes Marshall Field (1885-1887) de Richardson, que queramos visitar en París el auditorio Humbert-de-Romans (1902) de Hector Guimard, que nos desplacemos a Bruselas para conocer la Maison du Peuple (1895_1899) de Victor Horta, que preguntemos en Buffalo por las oficinas Larkin (1904) de Frank Lloyd Wright, que intentemos identificar en la Weissenhofsiedlung de Stuttgart (1927) la vivienda construida por Gropius, o que busquemos los almacenes Schocken (1926-28) de Mendelsohn en esa misma ciudad. Ninguna de estas obras, citadas en todos los manuales como piezas fundamentales de la historia de la arquitectura moderna, existe ya.

FIGURA 2: Café De Unie, de J. J. P. Oud; fachada reconstruida con la ampliación de una planta. Edificio abandonado de nuevo en la actualidad (Róterdam,2008).

El intento de rectificar a posteriori estas pérdidas está conduciendo también a una práctica que sería casi impensable o abiertamente rechazada si se tratase de edificios antiguos: la reconstrucción ex novo de algunas obras emblemáticas de la arquitectura del Movimiento Moderno. La construcción de copias, más o menos fieles a los edificios originales, levantadas sobre el mismo lugar en que estuvieron, o incluso en otros emplazamientos que nada tienen que ver con su primitiva ubicación, empieza a ser un hecho frecuente. Los casos de la réplica de uno de los pabellones de Alemania levantados por Mies van der Rohe en la Exposición Internacional de Barcelona (1929), o del pabellón de Arte Contemporáneo de Milán, obra de Ignazio Gardella (1953), son buenos ejemplos ampliamente conocidos de lo primero. Las copias del pabellón español en la Exposición de París de 1937 de Lacasa y Sert (levantado en un parque de Barcelona) o del pabellón de l’Esprit Nouveau de París (1925), obra de Le Corbusier, reproducido en Bolonia, podrían ilustrar lo segundo. Y esta costumbre no se limita a las obras emblemáticas desaparecidas de los maestros del Movimiento Moderno, como el Café De Unie, de Oud en Rótterdam (figura 2) —por citar otro ejemplo que también levantó polémica en su momento y ahora está de nuevo abandonado y vacío— sino que se extienden a otras muchas obras en las que la reproducción no parece muy justificada ni se ajusta a criterios mínimamente rigurosos. Una situación diferente, que desborda el ámbito arquitectónico para insertarse en cuestiones de memoria colectiva, es la reconstrucción de monumentos emblemáticos de la historia de un pueblo.[4]

La creencia de que es posible copiar fielmente esos edificios ya desaparecidos, porque disponemos de una información exhaustiva y concreta de ellos (planos y proyectos originales, fotografías e imágenes, incluso el recuerdo vivo de muchos de sus autores) es una pura utopía.[5] La situación actual ya no es la del momento en que vieron la luz, y la pretensión de fidelidad puede conducir a contradicciones graves entre la defensa fetichista del objeto y el fin social de la arquitectura, sin mencionar las nuevas exigencias y requisitos técnicos que, con frecuencia, han evolucionado respecto a la situación pretérita de cuando se levantaron.[6]

En este breve repaso aparece toda una serie de problemas con los que se enfrenta la defensa de la arquitectura moderna, que a todas luces se alejan de los que tradicionalmente se vinculan a la protección del patrimonio arquitectónico histórico. A ellos habría que añadir los derivados de las técnicas, materiales y sistemas constructivos propios de esta arquitectura —en general distintos a los de la arquitectura antigua— y los debidos al uso de los edificios modernos, fuertemente influidos por un concepto de funcionalidad asociada a actividades concretas que evolucionan muy rápido. Si la lucha por la conservación de la herencia cultural es, en definitiva, una batalla contra el tiempo devorador y un intento de que la duración de los objetos y edificios supere las huellas y la devastación derivados del paso de los años, tal lucha adquiere unos matices específicos cuando nos enfrentamos con estos edificios modernos.

El declive de la arquitectura moderna es consecuencia del deterioro físico de los materiales, de la inexperiencia en las soluciones constructivas y estructurales empleadas, de la obsolescencia de los usos y actividades que acoge y para los que estaban destinados y de la caducidad de los significados culturales que asumía. Y en cada uno de estos tres aspectos (técnicos, funcionales y sociales), las cuestiones se plantean con matices diferentes respecto a lo que es habitual cuando intervenimos sobre edificios antiguos. Devaluación cultural y social y decadencia material y física asumen matices singulares en la arquitectura moderna, que no son equiparables a lo que ocurre con la arquitectura procedente de otras culturas pretéritas.

Materia y técnica: el deterioro físico

Los edificios que contemplan ya varios siglos de existencia están levantados con unos materiales escasos en número, de los que se tiene un profundo conocimiento de su comportamiento gracias a la acumulación de la experiencia en su empleo a lo largo del tiempo. Los procesos de elaboración de esos materiales son generalmente sencillos, sin que escondan ningún secreto especial en cuanto a su fabricación artesanal. Los sistemas constructivos empleados en su ensamblaje y puesta en obra, por atrevidos, arriesgados, ingeniosos o geniales que sean (basta pensar en las complejas fábricas de las catedrales góticas, o en la invención que supuso la construcción de la cúpula de Santa Maria dei Fiore de Florencia por Brunelleschi), son, sin embargo, fáciles de emular por la tecnología actual. Materiales conocidos y experimentados, elaboración artesanal y tecnología relativamente elemental son los aspectos que caracterizan la construcción tradicional anterior a la introducción de la industrialización en el campo de la arquitectura. Por el contrario, la idea de la arquitectura moderna va escencialmente unida a su condición de novedad, la cual se manifiesta con frecuencia en la despreocupación por la duración que exhiben, a veces de un modo provocativo, estas obras. El recurso a soluciones técnicas y constructivas efímeras y atrevidas de las que se desconoce su comportamiento real con el paso del tiempo, así como de materiales frágiles carentes de experiencia respecto a su envejecimiento, son dos aspectos que dificultan su conservación.

Además, la arquitectura moderna refleja de un modo transparente el impacto de la industrialización en todos esos aspectos; más aún, ha hecho de la industrialización un signo de identificación. La arquitectura moderna hace gala de experimentar con nuevos materiales. Unos materiales que los procesos industriales de fabricación están continuamente sustituyendo por otros más sofisticados y con mejores prestaciones. Estos exigen complejos sistemas de ensamblaje y puesta en obra, lo que da origen, a su vez, a unas técnicas constructivas más mecanizadas donde el empleo de máquinas sustituye a las herramientas del artesano tradicional. Las construcciones de hierro y acero en el siglo XIX, y de hormigón armado en el XX, son ejemplos emblemáticos. En otras palabras, la arquitectura moderna se singulariza por el uso de nuevos materiales y sistemas complejos de fabricación y puesta en obra que reclaman soluciones constructivas y estructurales también novedosas. El desarrollo de las matemáticas y la física aplicada, con todos los aportes de estas ciencias al campo de la resistencia de los materiales y al cálculo de estructuras, ha hecho posible los atrevimientos que caracterizan a la arquitectura moderna, como uno de sus logros y aportaciones más evidentes. El rascacielos es quizá el ejemplo más elocuente, pero no el único. La admiración de los arquitectos de principios del siglo XX por estos edificios era el reflejo de los alardes técnicos de la cultura industrial.[7]

La exhibición técnica se transforma así en un valor arquitectónico que caracteriza a las obras contemporáneas. Muchos de los atrevidos proyectos arquitectónicos modernos no construidos son, de hecho, el intento de tensar la moderna técnica más allá de las posibilidades reales del momento, apuntando hacia una evolución fantástica futura.[8]

Figura 3 conjunto residencial Pedregrulho, de Affonso Eduardo Reidy (Rio de Janeiro, 1947); estado de deterioro estructural en 2002

Todo esto plantea algunas cuestiones importantes cuando nos enfrentamos a la conservación y rehabilitación de estas obras. El uso de materiales nuevos supone la falta de experiencia en su envejecimiento y lleva implícito el desconocimiento real de su comportamiento con el paso del tiempo; es aquí cuando se pone en evidencia la fragilidad y caducidad de muchos de estos materiales que se consideraban indestructibles y casi eternos. Hoy sabemos que el hormigón armado empleado en muchas obras es más vulnerable de lo que se pensaba, que su resistencia disminuye de un modo alarmante como consecuencia de la agresión de los agentes exteriores y que muchos aditivos tienen un comportamiento negativo al cabo de los años (figura 3).[9]

A pesar de las excelentes dotes para la invención y diseño de estructuras de muchos de los maestros de la arquitectura moderna, los sistemas de cálculo que utilizaban eran con frecuencia aproximativos; y la peritación actual realizada con métodos más desarrollados, aplicando nuevos criterios (por ejemplo el riesgo sísmico) y mediante el empleo de programas informáticos, ha puesto en evidencia el atrevimiento de muchos arquitectos, lo que les permitió levantar algunas construcciones que hoy admiramos, pero que parecen mantenerse en pie de puro milagro.[10]

Figura 4 comuna para estudiantes del Instituto Textil, de I. Nikolaiev (Moscú,1929-30); estado ruinoso en 2005 con forjados entre las plantas desaparecidos y vidrios sustituidos por láminas de plástico.

Desconocimiento del comportamiento de los materiales con el paso del tiempo, ignorancia de su resistencia y cualidades portantes, experimentalismo en el diseño y atrevimiento en el cálculo de las estructuras, son algunas de las causas que producen la ruina física de muchos edificios modernos (figura 4).

Si este tipo de problemas es el más importante porque revela la fragilidad de los elementos sustentantes en la arquitectura moderna y la amenaza de su ruina, no es, sin embargo, el único. La utilización de materiales industrializados y de componentes prefabricados en la realización de las construcciones plantea un problema diferente: la imposibilidad en muchos casos de encontrar sustitutos que puedan servir para reponer los deteriorados con el transcurso del tiempo. Muchos de esos modelos industriales hace tiempo que se dejaron de fabricar y desaparecieron los catálogos y, a veces, la misma empresa que los suministraba ya no existe desde hace décadas. Por otro lado, el significado que su uso tenía en aquellos momentos no siempre resulta fácil de comprender en la actualidad.[11]

En primer lugar, no siempre es posible volver a fabricar materiales industriales que ya no se encuentran en el mercado;[12] incluso, con frecuencia no es posible reproducir la tecnología original. Abrir otra vez cadenas de producción para realizar series mínimas, como exige este tipo de restauraciones, parece fuera de toda lógica. Sustituir los componentes o elementos por otros similares o fabricados con otros materiales resulta poco escrupuloso y casi siempre rechazable. Reproducir los elementos originales mediante sistemas artesanales puede ser una salida viable en algunos casos, pero no deja de ser una flagrante contradicción que pone en cuestión uno de los valores fundamentales de toda la arquitectura moderna: la defensa a ultranza de la construcción industrializada.

Figura 5 actual Biblioteca Viipuri (Vigorb, 1933), de Alvar Aalto; restauración en curso del techo de la sala de conferencias (2005).

Pero incluso en el supuesto de que fuera posible encontrar o volver a fabricar industrialmente esos componentes y materiales, que hay que sustituir por haberse deteriorado con el tiempo, es normal que se plantee la posibilidad de mejorarlos en aquellos aspectos que se han demostrado como inapropiados o deficientes (figura 5). No tiene sentido, por un erróneo criterio de fidelidad al original, volver a colocar materiales, productos o elementos defectuosos o inadecuados, ni tampoco renunciar a soluciones más acordes con las prestaciones o necesidades actuales.[13]

Un ejemplo de esto son las soluciones defectuosas de cubiertas planas, origen de filtraciones que deterioran rápidamente los edificios modernos. En los años de las vanguardias, el empleo de la cubierta plana se convirtió casi en el sello de identidad de la arquitectura moderna internacional, asumiendo un significado que trascendía con mucho su carácter constructivo. Sin embargo, el dominio de las soluciones técnicas idóneas no estaba al alcance de todos; la consecuencia es que el problema aparece con excesiva frecuencia en las obras de arquitectura modernas; la colocación indiscriminada de cubiertas inclinadas sobre los edificios es una de las agresiones más generalizadas en este tipo de ar-quitectura.[14] Para evitar la reproducción de este problema con las mismas soluciones constructivas defectuosas, o destrozar la obra con añadidos agresivos como las cubiertas inclinadas, parece lógico colocar nuevos materiales de impermeabilización que garanticen la estanqueidad, aunque no correspondan a los originales.

En resumen, la ruina física de la arquitectura moderna es consecuencia del empleo de materiales nuevos, fabricados industrialmente, así como de la experimentación estructural y constructiva que caracteriza de un modo particular esta arquitectura y plantea problemas inéditos en el campo de la restauración arquitectónica, centrada hasta ahora de manera prioritaria en la arquitectura histórica preindustrial. Se trata de problemas que, debido a los aspectos comentados, aceleran con frecuencia la ruina de los edificios y exigen métodos y criterios de intervención distintos y específicos. La técnica industrial, que afecta a todos los aspectos materiales de la arquitectura moderna, reclama una restauración acorde con ese pensamiento técnico mecanicista que influye sobre todo el proceso, desde la concepción del proyecto hasta el modo de ejecución de la obra, pasando por el tipo de materiales y componentes utilizados; asimismo, impone soluciones impensables en otro tipo de intervenciones sobre edificios históricos.

La obsolescencia funcional

Lo que caracteriza de un modo particular a la arquitectura moderna es la idea de funcionalidad que se convirtió en el objetivo máximo de los arquitectos. Es cierto que el concepto de función —que del campo de las matemáticas y de la biología se traslada al pensamiento y la teoría arquitectónica— es ambiguo y ha dado origen a todo tipo de interpretaciones, algunas de ellas contradictorias, lo que hizo correr ríos de tinta a lo largo de los siglos XIX y XX.[15] Se entiende, de un modo primario, que un edificio funciona cuando se adapta a los usos a los que está destinado y facilita las actividades que allí se realizan. Si, por lo general, en la arquitectura tradicional los espacios eran suficientemente flexibles como para permitir usos muy diversos, lo que buscaba el arquitecto moderno, por el contrario, era crear espacios estrictamente adaptados a las actividades previstas, las cuales a su vez estaban también meticulosamente definidas y determinadas. Este es otro de los rasgos que caracterizan a la arquitectura moderna.[16]

Hay una oposición sustancial entre esta arquitectura basada en el concepto prioritario de función y la idea romántica del patrimonio entendido como procedente de un pasado, más o menos idealizado pero ya sin ninguna finalidad o uso, lo que conduce a reivindicarlo sólo como objeto de pura contemplación. Por el contrario, para los funcionalistas, cuando un edificio ya no es útil debería desaparecer sin que ni siquiera se plantee un tema tan frecuente en las intervenciones sobre el patrimonio, como es su reutilización. Así lo entendía Le Corbusier: «Del pasado tiraría todo, salvo lo que aún sirve».

Figura 6 piscina de los pingüinos en el Zoo de Londres, de Bertold Lubetkin (1933); sin uso en la actualidad (2008).

En este aspecto, el declive de la arquitectura moderna se manifiesta por el cambio experimentado en las actividades que acoge, lo que la lleva a su disfuncionalidad. A su vez, esta disfuncionalidad se puede atribuir a dos causas: a que los hábitos, costumbres y modos de vida de los ocupantes evolucionan y, en consecuencia, los espacios estrictamente pensados para actuar de un modo distinto al actual dejan de ser útiles (figura 6), como ocurre con el tipo y los modos de vida familiares; o a que la evolución de la sociedad exige otros elementos y prestaciones para la correcta ejecución de esas mismas actividades, debido a, por ejemplo, la exigencia normativa obligatoria de control ambiental, térmico o acústico, la adaptación para la accesibilidad universal, la incorporación de instalaciones telemáticas y cosas similares.

Figura 7 Museo de Le Corbusier (Ahmadabad, 1958); convertido en mercadillo.

Que una arquitectura pensada esencialmente para ser funcional se convierta en disfuncional es el signo más evidente de su deterioro y envejecimiento (figura 7), incluso más allá del hecho de que aparezcan problemas de conservación física o ruina, pues afecta directamente al mismo concepto o idea fundamental sobre la que se asienta. Esto plantea un dilema que dificulta en gran medida su consideración como patrimonio entendido de un modo convencional, pues, o bien la liberamos de los usos para los que ya no sirve, dejándola como un monumento inútil, traicionando así su misma esencia, o bien restituimos su valor funcional adecuándola a las demandas actuales. La dificultad de casar estos dos mundos, lo patrimonial por un lado y lo funcional por el otro, era ya patente entre los propios arquitectos modernos que se veían abocados a complejos razonamientos y discutibles conclusiones.[17]

La restitución del carácter funcional del edificio se erige, así, como un objetivo prioritario, como el modo más claro y evidente de hacer justicia al pensamiento que hay detrás de esa arquitectura. Si queremos que ésta siga siendo útil, no podemos renunciar a adecuarla. Pero la voluntad de volver a hacer funcional la arquitectura moderna desencadena toda una serie de cuestiones inéditas en la restauración de estas obras, por completo diferentes a los casos generales de la arquitectura tradicional.

A pesar de la vehemencia con la que algunos arquitectos modernos defendían la estricta sujeción de las formas arquitectónicas a las funciones que debían acoger,[18] lo cierto es que no existe una relación directa y biunívoca entre los espacios y las actividades que se pueden realizar en ellos. Esto implica que —pese a los esfuerzos por proyectar una arquitectura que mecánica y puntualmente respondiera a las funciones previstas— la capacidad de los lugares para adaptarse a usos diferentes es muy grande, y los cambios de hábitos y formas de realizar las actividades no siempre suponen cambios arquitectónicos. La flexibilidad de los espacios, incluso los pensados desde criterios rigurosamente funcionalistas, es mucho mayor de lo que sus autores podían imaginar. Con todo, es frecuente que aparezcan nuevas funciones adscritas y complementarias a las del edificio original, las cuales reclaman espacios no previstos e imprevisibles en el momento de su realización.[19] Estas nuevas funciones deben encontrar un lugar, bien a costa de otras preexistentes ya desaparecidas, o bien ampliando la arquitectura anterior, con todos los problemas que una ampliación plantea en un edificio en restauración.

Pero las principales dificultades surgen del segundo aspecto antes mencionado: la necesidad de adecuación física de los espacios para su uso actual. Aquí, el impacto de las normativas de todo tipo es radical. La casi totalidad de edificios modernos no está proyectado para responder a unos requisitos que hoy son irrenunciables.

La protección térmica y acústica son dos ejemplos elocuentes. Los edificios tradicionales —debido a sus sistemas constructivos de gruesas fábricas— garantizaban, sin proponérselo, niveles de aislamiento que la arquitectura moderna no tiene. Las pérdidas caloríficas por las grandes superficies acristaladas, los puentes térmicos,[20] etc., son la causa de que muchos edificios modernos no se ajusten a las exigencias ambientales y de ahorro energético actuales, lo que obliga a intervenir en ellos con el fin de resolverlas.

Algo similar ocurre con la necesidad actual de procurar la accesibilidad a todos y evitar, en consecuencia, cualquier tipo de barrera arquitectónica. La complejidad espacial de muchos de los edificios modernos convierte este aspecto en un gravísimo problema de diseño, si queremos respetar sus condiciones originales —al menos en sus componentes fundamentales de percepción y forma— y a la vez hacerlos accesibles a todo el mundo, incluyendo a los discapacitados. No siempre se pueden incorporar rampas o ascensores que faciliten la movilidad sin distorsionar gravemente los espacios, problema que surge también en gran parte de la arquitectura tradicional.

Un tercer aspecto es la necesaria protección contra incendios. La incorporación de este tipo de instalaciones (detectores, mangueras, columnas secas, extintores, alarmas, depósitos, bombas, grupos de presión, etc.) puede crear dificultades en su integración coherente con la arquitectura. La protección de las estructuras metálicas, con frecuencia vistas para dejar una muestra patente de su plasticidad y valor formal, se convierte en un reto difícil de superar bajo la óptica de esta normativa. Y, algo mucho más importante, la apertura de puertas de evacuación y la compartimentación de estancias para evitar la propagación de incendios va directamente en contra del valor del espacio fluido e interconectado, que es uno de los valores prioritarios de la arquitectura moderna.

La adecuación de todo tipo de instalaciones (fontanería, saneamiento, electricidad, etc.), y de un modo especial las de climatización (calefacción y aire acondicionado), son otro de los temas que inciden sobre la arquitectura moderna que se pretende adaptar a las necesidades de hoy. En algunos casos, las instalaciones de calefacción están proyectadas con sistemas ya obsoletos (calderas de carbón por ejemplo) y es necesario sustituirlas sin que, al menos en sus elementos visibles (radiadores, conductos, chimeneas, etc.), afecten la imagen del edificio. Con frecuencia estas instalaciones no existen, como en los casos de la climatización por aire acondicionado. Esta instalación tiene exigencias espaciales que difícilmente se pueden incorporar al edificio sin afectar negativamente la arquitectura, por las necesidades volumétricas que la caracterizan (equipos, conductos, rejillas, retornos, etc.). No siempre es posible encontrar sistemas de climatización interior que —respetando escrupulosamente la arquitectura preexistente— sean capaces de camuflarse de manera eficaz para solventar los requisitos exigibles en esta materia.

Algo similar ocurre con otro tipo de instalaciones que no sólo no eran habituales en los edificios cuando se levantaron, sino que simplemente no existían, como las redes informáticas o los paneles solares. Incorporar suelos flotantes, falsos techos, dobles tabiques, antenas o pantallas receptoras de señales, etc., para poder alojar estas nuevas instalaciones que hoy son ya imprescindibles, puede suponer una agresión grave a la arquitectura que es necesario evaluar con mucho cuidado si no queremos desvirtuarla.

Es verdad que muchos de estos problemas se presentan también, con la misma gravedad y urgencia, cuando se interviene en la arquitectura histórica. Pero la arquitectura moderna, al tener como objetivo la rigurosa adaptación de las formas a las necesidades, hace gala de una parsimonia en la cuantificación espacial, entendida en su sentido etimológico de uso ajustado, preciso y económico del espacio, que convierte estas dificultades en problemas a veces irresolubles. Esto no suele ocurrir en la arquitectura antigua, donde los espacios y las fábricas admiten de un modo mucho más fácil y compatible la incorporación de instalaciones y tendidos empotrados.

La ruina como agotamiento significativo

Figura 8 W. Gropius, de Siedlung Törten (Dessau, 1926); reformas realizadas por los ocupantes de las viviendas (2007).

Sin duda alguna, el principal enemigo que tiene la conservación de la arquitectura moderna es su pérdida de significado o de valor en la sociedad actual. Ninguno de los temas comentados hasta ahora tiene sentido si no partimos de una conciencia clara de que es necesario conservar esta arquitectura. Es justo en este aspecto donde se tiene que librar la principal batalla, porque si esta arquitectura sigue desapareciendo al ritmo actual, dentro de poco ya no quedará nada sobre lo que valga la pena intervenir. Pensar que cualquiera de los edificios levantados a lo largo del siglo XX es reemplazable —porque hoy disponemos de una tecnología capaz de levantar un sustituto mejor— es considerar inútiles las aportaciones culturales, históricas, sociales y estéticas de toda esta etapa de la historia de la arquitectura, que ya pertenece a nuestro pasado inmediato. La desvalorización de la arquitectura moderna es la muestra más contundente de su envejecimiento, y supone el reto más importante e inmediato que debemos superar (figura 8).

Diversas causas se entrecruzan en esta desvalorización, algunas de las cuales ya han sido en parte señaladas. Quisiera centrarme ahora en dos: (1) la pérdida del valor de novedad de la arquitectura, que va unida al consumo cultural y a los fenómenos de moda, y que resulta incompatible con la valoración positiva de la ruina, destilada de la tradición paisajística asociada a la arquitectura histórica; y (2) la pérdida del significado de la arquitectura moderna en relación con la idea clásica del carácter de la arquitectura tradicional. Estos dos aspectos hacen que no sea posible equiparar a la arquitectura moderna con los significados culturales asociados al patrimonio arquitectónico, y explican reacciones como las comentadas al principio de este escrito.

La incompatibilidad entre el valor cultural de lo antiguo y el valor de lo nuevo

La inseparable vinculación de lo moderno con lo nuevo se cierne de un modo relevante sobre la valoración de esta arquitectura. En consecuencia, la pérdida de su carácter de novedad con el paso del tiempo conlleva una devaluación que implica su agotamiento significativo. Desde ese momento estas obras sólo se interpretan como viejas, inexpresivas, neutralizadas como objetos culturales, incapaces de provocar reacciones y sentimientos en la gente.[21] Ya Aristóteles advertía de este cambio,[22] y la tesis de la fatiga formal (Formermüdung) enunciada por el arquitecto alemán Adolf Göller apunta en esta dirección.[23] La generalización y banalización de los lenguajes arquitectónicos modernos han diluido la carga revulsiva que tuvieron en sus orígenes, lo que impide cualquier intento de reactivarlos en la actualidad e imposibilita su uso, que sólo sería una superficial operación de revival.

Paralelamente a este fenómeno de la fatiga formal en nuestra tradición cultural, la valoración de lo antiguo se vincula con ideas relacionadas con el paso del tiempo que deja su huella sobre las cosas. Una huella que, desde la estética romántica, adquiere connotaciones positivas reflejadas en conceptos como la pátina e incluso la ruina. Mantener ese carácter (conservar la pátina o consolidar las ruinas sin eliminar su imagen patente) es uno de los objetivos que se buscan en toda intervención sobre el patrimonio arquitectónico. Evitar problemas de estabilidad, conservando los efectos del paso del tiempo, es el equilibrio buscado en muchas restauraciones; una intervención patrimonial que dejase el edificio como nuevo es rechazada abiertamente tanto por los especialistas como por la comunidad en general.

Pero estas posturas y estos planteamientos no tienen cabida cuando nos enfrentamos a la arquitectura moderna y chocan frontalmente con el tipo de intervenciones que ésta reclama. El Movimiento Moderno y, de un modo particular, la arquitectura vinculada a las vanguardias artísticas, defendía la bandera de la novedad a ultranza, una novedad con frecuencia escandalosa y revolucionaria que rompía amarras con todo lo establecido. Lo nuevo pertenece al presente, y por lo tanto el paso del tiempo aún no ha hecho mella sobre él. Resulta así imposible vincular los valores vigentes sobre la protección del patrimonio —procedentes de una teoría estética romántica que valora la pátina y la ruina de un modo positivo porque hacen patente su antigüedad— con una arquitectura que se reclama como nueva y novedosa, actual, vinculada al presente;[24] un presente que se revela así continuo y permanente (Aión), situado fuera del poder destructor del tiempo (Chronos). Pero esto es una pura ilusión. El significado de rabiosa novedad, defendido por la arquitectura moderna, se consume devorado por el ritmo acelerado de las modas. Se vacía así de cualquier valor, puesto que esa pérdida no puede ser colmada con el valor de lo antiguo, y sólo se interpreta como viejo e inútil carente de valor cultural.

En este proceso de neutralización del valor de novedad de la arquitectura moderna, la generalización en el uso de sus lenguajes y formas viene activada por el consumo de los fenómenos de moda. Las formas y los elementos plásticos, extraídos de los contextos en los que surgieron, trivializados y usados de un modo indiscriminado y general, pierden sus significados originales y devienen pura vacuidad. Se han vaciado de cualquier contenido cultural buscado por los que la proponían. Agotado el valor de novedad y sin posibilidad de alcanzar el valor de antigüedad, esta arquitectura se ve también privada, además, de sus significados originarios. La vulgarización y difusión indiscriminada que ha sufrido el lenguaje de la arquitectura moderna se ha degradado hasta convertirse en algo tan corriente e inconsciente que ha llegado a ser un lugar común y ha perdido la capacidad revulsiva que pudiera tener en su momento.[25] Tras este proceso de devaluación, su puesta de nuevo en valor ya no puede dar marcha atrás y activar otra vez aquel significado revolucionario que poseía en su origen y que resulta hoy absolutamente imposible de resucitar como fermento vivo y actual de la experiencia arquitectónica.[26]

La pérdida del carácter

Uno de los aspectos más sorprendentes de la arquitectura moderna es su incapacidad de dotar de carácter a sus obras, entendiendo este término como lo definía la teoría clásica. La voluntaria inexpresividad de la arquitectura moderna, alejada de cualquier intento de caracterización de los edificios, que se interpretaba como puro juego estilístico para siempre superado, es, en parte, el origen del distanciamiento de la sociedad respecto a esas formas entendidas como feas cajas de zapatos. La arquitectura moderna no quiso, o no supo, transmitir de modo eficiente sus ideas y propuestas a través de sus formas. La necesidad de toda cultura —incluida la moderna industrial— de crear símbolos con los cuales autoidentificarse, no encuentra en las obras del Movimiento Moderno un estímulo aprovechable.[27]

La pérdida de ese carácter reconocible de la arquitectura imposibilita que el usuario se apropie de ella, la haga suya, la asuma como algo que le pertenece y con lo que se identifica. Una necesidad de identificación que se convierte en el requisito funcional más importante de cualquier obra de arquitectura, más allá de los usos o actividades específicos que acoge, que es lo que la teoría clásica definía como el carácter. Una cultura como la actual basada en el despilfarro del usar y tirar, donde los espacios comunitarios devienen no-lugares,[28] agrava aún más este problema. La tendencia al consumo y sustitución característica del presente, y la incapacidad de la arquitectura moderna para aportar elementos característicos que actúen como catalizadores de la necesidad de apropiación del espacio, se conjugan así negativamente, impidiendo cualquier valoración de esa arquitectura que apueste por su conservación.[29]

Incapacidad de caracterización, fatiga formal y consumo de las formas y lenguajes, consecuencia de su generalización trivial y superficial como fenómenos de moda e imposibilidad de convertir el valor de novedad en valor de antigüedad, convierten a la arquitectura moderna en una especie en peligro grave de extinción. Su revalorización es la única vía que puede salvarla. Pero esta revalorización no puede discurrir por los mismos cauces que, a lo largo de los siglos XIX y XX, han conducido a la arquitectura histórica a su defensa y conservación como patrimonio.

La revalorización de la arquitectura moderna

Si queremos conservar la arquitectura moderna, las cuestiones se plantean en un nivel distinto; debemos ser muy conscientes de que su revalorización se aleja inevitablemente de los supuestos y criterios existentes cuando se edificó. Es decir, habrá que reinventarla, mirándola desde una perspectiva que será la nuestra pero no la original. Se trata de encontrar nuevos estímulos capaces de suscitar, en el momento actual, una experiencia renovada que le confiera a esta arquitectura un nuevo sentido. La cuestión, por lo tanto, es: ¿Existe la posibilidad de encontrar una o varias interpretaciones de la arquitectura moderna capaces de revaluarla (1) sin caer en contradicciones con su carácter funcional, (2) sin que su valor decline por la inevitable pérdida de su condición de novedad, (3) sin falsear su materialidad técnica y constructiva y (4) sin que le apliquemos de forma mimética criterios inapropiados derivados de las teorías decimonónicas de la conservación patrimonial?

Tal vez (sólo tal vez) la primera vía para salir de este laberinto sea comprender, y hacer comprender a nuestra sociedad, que las metas, objetivos e ideales que esa arquitectura moderna se planteaba y por los que luchaba, a veces de un modo heroico, siguen siendo los nuestros porque aún no se han alcanzado.

Este tema nos remite a un debate mucho más calado que el que aquí se plantea, porque alude a la vigencia o superación de la modernidad. Toda la cultura posmoderna se cuestiona si aquello que movía la cultura moderna desde la Ilustración sigue o no vigente.[30] La revaloración que podemos hacer de esta arquitectura cambia radicalmente de sentido si pensamos que los valores de la cultura moderna, que la arquitectura hace evidentes incluso de un modo perentorio, están en vigor porque aún no se han alcanzado sus objetivos, o si, por el contrario, creemos que ya fueron definitivamente superados y sustituidos por otros que caracterizan la posmodernidad.[31]

La necesaria revalorización de la arquitectura moderna, su aprecio y su vigencia, sólo son posibles si consideramos que sigue planteando cuestiones candentes en nuestra actual sociedad. Y en este sentido, tal arquitectura nos sigue hablando de problemas y tentativas irresueltos y nos enseña modos de actuar que puedan iluminar nuestras propias luchas. Si por una parte su proximidad a nuestro presente puede ser un obstáculo para su identificación con el patrimonio arquitectónico a conservar, por otra puede ser una auténtica ventaja para valorar en términos justos sus propuestas y tentativas, ya que en gran medida las compartimos.

Para conseguir este objetivo la clave está en desatar el nudo que existe entre modernidad y novedad. Si se postulaban como inseparables los pares moderno y nuevo, por un lado, y antiguo y patrimonial, por el otro, y esta interrelación convierte en problemática la conservación de la arquitectura moderna, es imprescindible deshacer esos vínculos postulando una arquitectura que siendo moderna ya no es nueva, y que sin ser antigua puede reivindicar su condición de patrimonial. Tenemos que reinventar una modernidad compatible con la idea de envejecimiento. Es erróneo creer, como ocurre con frecuencia en la actualidad, que sólo la rabiosa novedad es garantía y patente de modernidad; frente a esta creencia han empezado a escucharse algunas voces que la cuestionan.

Cada vez más se detecta el rechazo de la búsqueda compulsiva de novedad que se identifica ahora con la pura y vacua innovación convertida en simple moda pasajera y en manifestación de una cultura del despilfarro. De manera sintomática, Jacques Herzog dice: «sentimos que un gran potencial de nuestra generación residía en rechazar el énfasis casi ideológico del movimiento moderno por la novedad». La modernidad, tal como ahora la entendemos, está más allá de la simple moda como contrapunto de lo inmediatamente anterior y, en consecuencia, puede entrar en resonancia con lo viejo; precisamente, con aquella arquitectura contemporánea que en la actualidad ya no es nueva sin haber perdido su condición de moderna. Lo moderno como viejo, por lo tanto, como alternativa a lo moderno que no puede alcanzar la condición de patrimonio antiguo, y como superación de lo moderno como nuevo considerado como su cualidad relevante o exclusiva. Se trata de concretar una interpretación de la arquitectura moderna superando la caduca oposición entre moderno y viejo y planteando abiertamente que una arquitectura moderna pero ya no nueva es el enfoque apropiado para valorarla ahora. De este modo se denunciará esa arquitectura más reciente que se nos presenta como agresivamente novedosa, alejándose así de la verdadera modernidad.

En caso contrario, esta arquitectura de las primeras décadas de la modernidad se vuelve muda, inexpresiva e insignificante, incapaz de decirnos nada a las sociedades actuales. Y en este contexto, en el mejor de los casos, sólo podrá alcanzar una revalorización epidérmica como una recuperación pasajera de una moda retro, que apenas profundizará en la costra superficial de la nostalgia decadente. Esto ya lo hemos visto con la recuperación neoecléctica como fenómeno de moda de los lenguajes de vanguardia desde los años 70 del siglo XX (neo-Le Corbusier, neo-Terragni, neo-expresionismo...) y que estamos viviendo en la arquitectura oficial más publicitada.

De este modo la arquitectura de hoy puede reconocerse a sí misma como la continuidad de la arquitectura moderna y despertar nuestro interés por ella. Porque no se trata de convertirla en patrimonio como si fuera antigua deslizándonos por el camino peligroso de la nostalgia, ni de considerar que su valor pivota sobre la novedad, limitando su enseñanza a la búsqueda obsesiva de lo inédito. Por el contrario, se trata de sacar a la luz su valor como punto de arranque de nuestra arquitectura y de los problemas y afanes que aún nos preocupan.[32] En definitiva, la revalorización posible de aquella arquitectura, ahora despojada definitivamente de su carácter novedoso, nos permite entenderla como el origen de la tradición en la que nos reconocemos. Sólo de este modo podremos rescatarla del mundo nebuloso de la añoranza, transformándola en referencia y levadura activa para nuestro trabajo. Sólo así podremos esquivar el doble peligro que ahora la amenaza: su desaparición pura y simple o la muerte dorada como destino ineludible de la antigua arquitectura patrimonial.

En resumen, el declive de la arquitectura moderna se manifiesta en una triple faceta: 1) el deterioro físico de sus materiales, estructuras y sistemas constructivos; 2) su disfuncionalidad y obsolescencia para los usos y actividades a los que se destinaba; y 3) la ruina de su significado cultural y social.

En cada uno de estos apartados, las actitudes vigentes sobre la conservación y restauración del patrimonio arquitectónico ofrecen matices muy diferentes que obligan a adoptar criterios y medidas por completo distintos a los que se han debatido ampliamente en las vigentes teorías de la restauración. La técnica industrial y el pensamiento técnico mecanicista que hay detrás de ella, introducen diferencias cualitativas respecto a las técnicas artesanales que caracterizan a la arquitectura tradicional. El agudo sentido de funcionalidad que está en la base de la arquitectura moderna, y que no tiene parangón en la arquitectura antigua, obliga a adoptar criterios y actitudes diferentes en este caso. La pérdida del valor de novedad, que anula cualquier aprecio de la sociedad actual hacia a esta arquitectura, obliga a un esfuerzo de revalorización que no se puede encaminar hacia los aspectos de antigüedad —que de un modo particular dan a la arquitectura histórica su garantía de conservación— sino por su consideración como algo que aún hoy en día sigue vivo y vigente.

Referencias internas

  1. Con fecha del 18 de noviembre de 1999, se presentó en el Ayuntamiento de Alacant un manifiesto en defensa de la Concha de la Música, firmado por unos cien profesionales, lo que fue recogido en la prensa local (periódico Información: 16.11.1999, 30.11. 1999, 3.12.1999, 6.12.1999, 14.12.1999, 22.12.1999; La Verdad: 15.11.1999, 13.12.1999, 17.12.1999; ABC: 5.2.2000; Costa Blanca Nachrichten: 3.12.1999). Asimismo, el grupo manifestó ante las autoridades locales y autonómicas su oposición al derribo el congreso del Docomomo Ibérico reunido en Sevilla, la agrupación de arquitectos para la defensa del patrimonio del Colegio de Arquitectos de la Comunidad Valenciana Edilicia, l’Agrupació d’Arquitectes per a la Defensa i la Intervenció en el Patrimoni (Col.legi d’Arquitectes de Catalunya, Demarcació de Barcelona), etc.
  2. En septiembre de 2007, con nocturnidad y alevosía, el Ayuntamiento de Alacant demolió un ejemplo significativo de la arquitectura moderna de la ciudad, el restaurante La Isleta (del arquitecto Julio Ruiz Olmos, 1967), pese a la intensa campaña en defensa de su conservación desarrollada durante meses por el Colegio de Arquitectos, las Escuelas de Arquitectura de Valencia y Alacant, la Universidad, la Fundación Mies van der Rohe y la Fundación Docomomo Ibérico.
  3. Por ejemplo, sobre las sucesivas ampliaciones con diferente fortuna de la Thomas Crane Library de Richardson (1882) (1908: William M. Aiken; 1939: hermanos Coletti; 1997: CBT) véase Ozcáriz, I. y Lindstrom, K. (1997: 10-19). Un aspecto diferente aflora cuando la ampliación es abordada por el mismo autor del proyecto original, como es el caso de Erik Gunnar Asplund y la ampliación (1932) de la Biblioteca Municipal de Estocolmo (1920-1928) realizada por él mismo. Algo similar ocurre con las diferentes reformas y modificaciones llevadas a cabo por el autor de la obra, como en el sanatorio de Paimio ejecutadas bajo el control y la supervisión de Alvar Aalto: 1956-58: quirófanos y vestíbulo de entrada; 1961-62: estancias de personal; 1963: cerramiento de terrazas; 1969: cambio de ascensores; 1970: reformas en cocinas; 1972-73: reformas en comedores; etc. Éste es un problema distinto al de las obras realizadas por fases sucesivas a lo largo de periodos más o menos prolongados, incluso con la participación de sucesivos autores, pero que corresponden a una idea inicial global, independientemente de los cambios o ajustes que pueda sufrir esta idea en el proceso de su construcción. Por ejemplo, el Cementerio del Bosque de Estocolmo, proyecto inicial de Sigur Lewerentz y E. G. Asplund, que desde la adjudicación del concurso (1915) experimentó sucesivos cambios hasta la muerte de Asplund (1940), cuando todavía no estaba concluido. Otro problema también diferente es la obra que se restaura con intervención directa de su autor, como el caso del Gobierno Civil de Tarragona (1954-57), en el que la intervención realizada por Josep Llinàs se hizo con la supervisión y colaboración directa de su autor, Alejandro de la Sota.
  4. Por ejemplo, la Frauenkirche de Georg Bähr (1726-1743) en Dresde, destruida en los bombardeos británicos durante la Segunda Guerra Mundial la noche del 13 de febrero de 1945 y reconstruida en la actualidad.
  5. En el momento de definir los colores durante la restauración del edificio de la Bauhaus (Dessau) y ante la inexistencia de fotografías a color originales, se tuvieron que realizar complejos procesos espectroscópicos de las fotografías en blanco y negro existentes y de los escasos y muy alterados restos que quedaban en la obra para recuperar el aspecto cromático original que era una cuestión fundamental en las teorías docentes de este centro. Véase Danzi (2008: 83-91).
  6. Respecto a la reconstrucción en el mismo lugar y en su forma originaria (com’era dov’era) del pabellón de Arte Contemporáneo de Milán, de Ignazio Gardella (1953), desaparecido en una explosión en 1993, Gardella, J. (1998: 86-87 y 89) escribe: «contrariamente a quien pensaba que la reconstrucción consistía en una simple y directa refacción de un proyecto ya preparado, en una obvia repetición de soluciones ya dadas, se ha podido constatar que planteaba nuevos problemas y requería elecciones no previstas». Y concluye: «La reconstrucción del pabellón de Arte Contemporáneo nos ha permitido entender hasta qué punto resulta utópico confiar en la realización de una copia perfectamente idéntica de un edificio destruido; si se desea que el edificio reconstruido pueda ser destinado a usos y personas de hoy en día, si se quiere adecuar a las exigencias actuales, es necesario (e inevitable) llevar a cabo modificaciones y variaciones en el modelo de partida: lo importante es conseguir que esas modificaciones guarden armonía con el original y no alteren o traicionen su concepción proyectual».
  7. Mies van der Rohe dice: «Allí donde la tecnología alcanza su verdadera culminación, trasciende a la arquitectura (489) […] Sólo los rascacielos que se encuentran en construcción reflejan sus audaces ideas estructurales, y durante esta fase el efecto que produce el esbelto esqueleto de acero es imponente.» En Neumeyer (1995:362). Una idea similar expresó Mendelsohn en su primer viaje por Estados Unidos.
  8. Así lo aceptaban abiertamente los arquitectos constructivistas soviéticos. Tatlin era consciente de que con la tecnología disponible en aquellas fechas en la URSS no se podía construir su Monumento a la III Internacional (1919) e Ivan Leonidov sabía que su proyecto para el concurso de la Biblioteca Lenin de Moscú (1927) era irrealizable con los medios técnicos existentes; pero no era algo utópico, y pensaba que sería factible cuando la industria de la construcción evolucionase. Refiriéndose a este proyecto, Aleksandrov y Chan- Magomedov (1975: 57) escriben: «Entonces la insólita solución del Instituto Lenin aparecía a muchos totalmente irrealizable. Esto obligó a Leonidov a recalcular toda la construcción a fin de demostrar la realidad (en estos cálculos fue ayudado por el compañero de facultad Urmaev, confirmándose enseguida como un ingeniero de valor)» (traducción del autor). Igualmente, el proyecto de Mies van der Rohe para el Convention Hall (1953-1954) de Chicago, con su estructura de enormes luces, es todo un reto a las posibilidades constructivas y estructurales del momento. La voluntad de construir en la actualidad el Rascacielos de una milla de altura de Frank Lloyd Wright, proyectado en 1959, es un ejemplo más del signifi- cado de la técnica en las obras más conspicuas de la arquitectura moderna.
  9. Los problemas de aluminosis debidos al empleo, durante los años sesenta en España, de aditivos en la fabricación de elementos estructurales de hormigón armado para acelerar su fraguado es quizá el ejemplo más escandaloso y generalizado.
  10. La fantástica bóveda de hormigón armado del frontón Recoletos de Madrid (obra de Eduardo Torroja con la colaboración de Zuazo, 1935) era una cáscara de un espesor mínimo donde el hormigón apenas podía recubrir las armaduras. El arquitecto Mauro Lleó, que conoció su construcción en su época de estudiante, comentaba que su ruina se debió a que no estaba calculada para resistir el impacto de explosiones y bombas como las que tuvo que soportar durante la guerra civil española. El atrevimiento en el cálculo de los audaces voladizos de la Casa de la Cascada de Frank Lloyd Wright, es uno de los motivos de que apareciesen grietas y flechas desde el mismo momento de su desencofrado. Véase Waggoner (2000: 39 y 51), que dice: «aparecieron problemas de manera casi inmediata: surgieron en diversos puntos de la casa al menos diecisiete goteras y, además, el hormigón se ensuciaba fácilmente y resultaba difícil su limpieza. Pero el más grave de todos consistía en las dos grandes grietas que aparecieron en la terraza principal tan pronto como se retiraron los puntales y el encofrado y el voladizo del piso principal cedió varios centímetros». Problemas en parte debidos a los riesgos asumidos por Wright en el cálculo de la estructura, como expresamente dice esta autora: «en una entrevista grabada descubierta recientemente con los discípulos de Wright que trabajaron en la estructura (Wes Peters, Bob Mosher y Edgar Tafel) éstos debatían todavía el problema del armado 45 años más tarde. Su conversación sugiere que ellos también pensaban que el proyecto de Wright tenía poco armado y, a espaldas de su jefe, contactaron con el constructor para que doblara la cantidad de acero».
  11. Los grandes paños de vidrio de una pieza colocados en los rellanos de la escalera de la Bauhaus (Dessau, 1926) fueron expresamente importados de Estados Unidos y suponían un contrapunto a las piezas de vidrio más pequeñas del resto del edificio, como alarde de las posibilidades industriales inexistentes en Alemania en aquel momento. Algo que hoy resulta difícil de captar.
  12. En la rehabilitación de la biblioteca de Viipuri (1934-35), de Alvar Aalto, se planteó el problema de colocar de nuevo un pavimento de caucho natural idéntico al original, pero la manera actual de producirlo, mediante un laminado continuo y no por planchas, como se fabricaba en aquel momento, tiene como consecuencia un veteado uniforme y no sinuoso como el primitivo, alterando, por lo tanto, la imagen y el resultado final. Véase Kravchencko (1997: 32-49).
  13. Kravchenko (1997) comenta este problema en relación con las luminarias de la biblioteca de Viipuri, que si bien reproducen el diseño original de Aalto, se pretende solucionar la deficiente ventilación de las lámparas, lo que originaba que se fundiesen continuamente.
  14. Sobre este problema del deficiente conocimiento de las soluciones técnicas idóneas de la cubierta plana empleada por los arquitectos europeos de vanguardia, Benham (1989: 26-27) escribe: «Muchas de ellas no eran más que imitaciones formalistas de estructuras que no habían sido estudiadas directamente. Sus diseñadores no habían visto las obras originales y no habían tenido la oportunidad de analizar y comprender cómo se debían diseñar, tratar sus detalles y construir». Antes de su restauración actual, al bloque de viviendas de Peter Behrens, en la Weissenhofsiedlung de 1927 en Stuttgart, se le había añadido una cubierta inclinada para resolver el problema de goteras.
  15. No es éste el lugar para avanzar, ni siquiera de un modo muy general, una delimitación de este concepto de función aplicado a la arquitectura en su triple faceta: moral, mecánica y orgánica. Para una primera aproximación me remito a De Zurko (1958).
  16. Esto es precisamente lo que para Hitchcock y Johnson (1984: 31- 32) distingue el estilo internacional de la arquitectura moderna de otros estilos históricos. Escriben: «En el tratamiento de los problemas estructurales se aproxima al Gótico, mientras que en las cuestiones formales se asemeja más al Clasicismo. Se distingue de ambos por la preeminencia que concede al estudio de la función».
  17. El arquitecto belga Albert Bontridder escribía en 1953: «[…] la arquitectura no deviene plenamente arquitectura más que una vez que el edificio se ha convertido en ruina, cuando todos los usos han sido superados y las masas arquitectónicas han adquirido un valor duradero e intemporal». En « Construire pour l’éternité», «Bouwen voor de eeuwigheid», en la revista De Vlaamse Gids, 1953, núm. 9 (citado por Strauven, 2005: 54-55; traducción del autor).
  18. La frase de Sullivan «la forma sigue a la función», interpretada tanto en el sentido del funcionalismo mecanicista como en el del funcionalismo orgánico, se convirtió casi en el emblema de la arquitectura moderna. El arquitecto repite varias veces esta frase; por ejemplo, en 1896 escribía: «Recuerda, ten siempre bien presente en tu pensamiento y en tus obras que la forma sigue siempre a la función, que esta es una ley, una verdad universal» (Sullivan, 1957: 169).
  19. En este sentido, Kravchencko (1997: 39), en relación con la actual adecuación y puesta en uso de la biblioteca de Viipuri que reclama la incorporación de nuevas actividades, escribe: «el edificio no contiene fonoteca, videoteca o mediateca alguna. Pero tampoco podía albergar estas funciones por falta de espacio.»
  20. Sobre este problema en situaciones climatológicas extremas, como es el caso de la biblioteca de Viipuri, véase Kravchencko (1997: 48). En la reconstrucción del pabellón de Arte Contemporáneo de Milán hubo que abordar estas cuestiones, lo que obligó a sustituir el tipo de elementos originales de terracota del revestimiento de fachada por otros con un bizcocho más delgado (la mitad) para introducir en ese espesor una capa de aislamiento térmico. Esto, a su vez, obligó a variar las dimensiones de las piezas de 60x20 cm a otras de 40x20 cm para evitar que se abarquillaran, cambiando, en consecuencia, la textura de la imagen del nuevo edificio respecto al original (Gardella, 1998: 86).
  21. Koenig (1967: 17) escribe: «Envejecimiento de la arquitectura moderna significa principalmente nivelación y neutralización de la imagen arquitectónica, que resulta así privada de todo poder designativo y cualitativo del espacio».
  22. «Algunas cosas nos complacen cuando son nuevas, pero después ya no tanto por esta misma razón. Porque al principio el pensamiento se ve estimulado y actúa de manera intensa con relación a estas cosas —como en la vista los que miran fijamente—, pero luego la actividad no es la misma sino que se descuida y, por ello, también se atenúa el placer» (Aristóteles, libro X, § IV 175 a, 2005: 195).
  23. Adolf Göller escribe: «¿Cómo podemos explicar el abandono de las formas más bellas creadas por los maestros de las etapas más grandes de la arquitectura y su sustitución por otras las cuales, en nuestra opinión, tienen menos valor?». Y para explicarlo alude a «las leyes psicológicas por las que el sentido de la forma empieza a fatigarse al final de un periodo estilístico y empieza a osificarse y las condiciones bajo las cuales la reversión lleva a un nuevo estilo arquitectónico que se asienta». En «What is the cause of perpetual style change in Architecture?» («Was ist die Ursache der immer- immerwährenden Stilveränderung in der Architektur?» 1887). recogido en Mallgrave (1994: 206 y 217-218).
  24. Noguera y Vegas (1997: 30) escriben refiriéndose a la arquitectura moderna y a este tipo de problemas interpretativos que presenta: «Esta arquitectura nos permite entender hoy al célebre historiador Aloïs Riegl cuando habla del valor de ‘novedad’ diferente del valor ‘histórico’ y del valor de ‘antigüedad’ [...] Como Riegl explicó, en las obras caracterizadas por el valor de novedad se considera rechazable todo tipo de desgaste, deterioro o ruina. Nada hay más lejos en estos casos que el planteamiento idealista preservador de limitarse a detener el proceso de deterioro sin proceder a la restauración completa de la forma y la materia».
  25. Koenig (1967: 18-19) escribe: «En la historia de la arquitectura siempre ha habido una renovación continua de formas y de espacios, pero si ambos se estancan no hay ningún progreso: sólo envejecimiento de un resultado que, justamente porque envejece, deviene inmediatamente comprensible y comunicable sin ningún esfuerzo o shock. Pero tal resultado (tal imagen arquitectónica desde ahora envejecida) paga esta accesibilidad con no significar más nada a nadie: este es el mismo proceso de lo que en el lenguaje literario es ahora definido como ‘lugar común’».
  26. Comentando esta imposibilidad el mismo autor escribe: «No creemos posible resucitar o rehabilitar la personalidad ajusticiada del racionalismo [...] Nunca ha sido posible restaurar una tradición artística mediante una operación cultural».
  27. Esta carencia de la arquitectura moderna ya era detectada por Giedion (1997) cuando escribe: «Monumentalidad, una necesidad eterna. Monumentalidad surge de la necesidad eterna del hombre, de formar símbolos para sus actos y para su destino, para sus convicciones religiosas y sociales. Cada período tiene la necesidad de crear monumentos que [...] sean algo que evoca, algo que se ha de transmitir a las generaciones siguientes». Y añade: «sin embargo, la pregunta que ahora se plantea imperiosamente dice: ¿cómo se ha de hacer esto?» (164-165).
  28. Sobre los no-lugares donde se desarrolla la vida comunitaria de la sociedad actual véase Augé (1998).
  29. Koenig (1967: 15) escribe: «[...] ‘el estilo internacional’ olvida la funcionalidad general de una obra: una escuela, un banco, una iglesia o una casa no son inmediatamente reconocibles y connotables como en otro tiempo [...] Y es inútil indagar si esta carente cualificación de los espacios es debida a una relajación de las tensiones espaciales o a la carencia de los arquitectos de una fuerza formadora y caracterizadora [...] La raíz de los males es única, y es la tendencia a dar por descontada toda experiencia.» Un problema distinto que no es este el lugar para abordar es cómo la arquitectura más reciente (pensemos por ejemplo, en La Ciudad de las Artes y las Ciencias y el Parque Oceanográfico de Santiago Calatrava en Valencia) intenta caracterizar y monumentalizar los nuevos edificios echando mano de recursos ya superados históricamente, cayendo, en consecuencia en el kitsch, como un puro marketing político-publicitario.
  30. Tampoco es éste el lugar para abordar, ni siquiera de manera sucinta, estas cuestiones que afectan a todo el pensamiento occidental al menos desde hace más de 60 años, cuando desde la Escuela de Frankfurt (Adorno, Benjamin, Horkheimer, etc.) se cuestionó la racionalidad moderna tal como históricamente se había plasmado.
  31. Sobre la vigencia o superación de estos valores, véase, por ejemplo: Habermas, Jürgen (1985). El discurso filosófico de la modernidad; Touraine, Alain (1993). Crítica de la modernidad; Derrida, Jacques (1972). Márgenes de la filosofía; Lyotard, François (1979). La condición posmoderna.
  32. Koening (1967: 28) escribe: «No hay que olvidarse que hace treinta años la arquitectura tenía planteados una enorme cantidad de problemas, que nunca fueron resueltos» (subrayado en el original).

Bibliografía

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